Al interior del Templo de Santo Domingo, a escasos metros de Domingo Santo, se localiza una singular figura de un Cristo ensangrentado que, en su hombro carga una pesada cruz de madera y que popularmente se le conoce como el Señor del Rebozo. Su particularidad deviene de la siguiente leyenda que lo acompaña desde hace cientos de años y que es una de las preferidas de los caminantes de la Plaza Santo Domingo.

A mediados del siglo XVI funcionaba ya como convento dominico, el edificio situado a espaldas del que fuera templo de Santa Catalina de Siena, ubicado en la actual calle de República de Argentina.

En dicho Templo de Santa Catalina, se encontraba un Cristo de madera esculpido por anónimo escultor, el cual aparentemente dedico horas de trabajo para dejarle a este Cristo para la eternidad, una mirada triste, llagas sangrantes y una corona de hirientes espinas. Su cuerpo apenas cubierto con un trozo de túnica morada.

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El triste aspecto del Cristo motivó a una monja que llegó como novicia bajo el nombre de Severa de Gracida y Álvarez y que más tarde adoptara al profesar, el de Sor Severa de Santo Domingo. Se dice que esta monja, acudía diario a rezar al templo de Santa Catalina y se detenía para dedicar algunas palabras a la triste figura del Cristo de madera.

Así pasaron los años y con ellos incrementaba tanto la devoción de Sor Severa de Santo Domingo a este Cristo que, aparentaba rogar ayuda a los visitantes del mencionado templo, como la vejez, el cansancio y las enfermedades de tan devota creyente. Llego el momento, en que Sor Severa de Santo Domingo, enferma de vejez, le fue imposible acudir a rezarle a su Cristo triste, por lo que desde su celda, lo llamaba, le rezaba y lo adoraba.

Una noche de viento estremecedor y lluvia abrumadora, en la celda de Sor Severa, se metía por las rendijas el frio que calaba hasta los huesos viejos y cansados de la monja. La noche, se hacía insoportable.

A varios metros a la redonda de la fría celda de la monja, se le escucho gritar “CRISTO MÍO!” con voz de desesperación y llena de dolor sabiendo que su viejo cuerpo no le permitía salir de su celda, vencer la furiosa tormenta que acechaba a la ciudad y caminar las largas y obscuras calles que la separaban de su amada deidad… “DEJÁDME QUE CUBRA VUESTRO ENJUTO Y ATERIDO CUERPO… VENID A MI SEÑOR, Y MOSTRÁOS ANTE ESTA PECADORA QUE SÓLO HA SABIDO AMARTE Y ADORARTE EN RELIGIOSA REVERENCIA.”

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De pronto, cuando la tormenta arreciaba, se escuchó que llamaban a la puerta de la celda, la enferma monja con mucho trabajo se levantó y abrió, encontrándose a un mendigo, casi desnudo, que parecía implorar pan y abrigo. La monja tomó un mendrugo, un trozo de la hogaza y le ofreció el pan mojado en aceite, agua y con un rebozo de lana, cubrió el cuerpo desnutrido del mendigo.

Al día siguiente, en las primeras horas del día, la criada de Sor Severa acudió a la celda con el tan preciado chocolate caliente que alegraba la mente y el corazón de la monja cada mañana, y encontró la celda cerrada por dentro, y a través de la diminuta ventana que tenía la puerta pesada de madera, halló el cuerpo sin vida de Sor Severa de Santo Domingo, con una beatífica sonrisa en su rostro marchitado por los años y la enfermedad, y allá, a varias calles de distancia, en el templo de Santa Catalina de Siena, cubriendo el enjuto y sangrante cuerpo del Señor con la cruz a cuestas, el rebozo de lana de la vieja monja.

Hoy puedes visitar a este emblemático Cristo en el Templo de Santo Domingo, y al cual es tradición rezarle y dejarle un rebozo en agradecimiento a los milagros concedidos.

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Fuente “Las Calles de México” de Luis Gonzalez Obregón